viernes, 17 de mayo de 2024

Estepa, por Esteban Pucheta - Escribe Juan Baio

 

Estepa – por Esteban Pucheta

escribe Juan Baio


Todo confluye para lograrlo: el espacio de alcurnia señorial que alguna vez fue una casa de familia bien (en esa edad de oro o ille témpore de la Argentina estanciera y oligárquica con la que sueñan y tienen sus poluciones nocturnas la casta cripto-neo-financiera-liberal), luego un petit hotel y actualmente el teatro Silencio de Negras, en el corazón de Montserrat… por un lado.

Por el otro el modo en que ese espacio (living elegante y sobrio, dividido en dos ámbitos por una puerta ventana) es intervenido por la parafernalia más zafia y decadente: prodigalidad de artículos de cotillón baratos y deslucidos, globos, carteles y guirnaldas de colores chillones revestidos por una pátina de roña, electrodomésticos, utensilios e implementos de oficina en estado calamitoso de decadencia y destrucción. Todo el melánge al borde de ser un basural en pleno derecho pero sosteniéndose de un hilo unos pasos antes de llegar a serlo.


***


La casa (la alcurnia) está okupada: eso nos dice el espacio. Y a poco de decirnos eso salen ellos y efectivamente lo ocupan: seres homogéneos, tendiendo a lo informe, estandarizados hacia abajo: teletubbies de pesadilla, de mal viaje, de fuga psicótica.

¿Y qué hacen?

En este punto y frente a esta pregunta es donde la posibilidad y el sentido de avanzar con una descripción comienzan a agotarse. Es necesario modular la estrategia para decir algo acerca de ‘Estepa’ que movilice su necesariedad.


***


Estoy convidado a un festejo. Los teletubos festejan, cantan y juegan con ferocidad, con saña inmotivada se hacen bullying, se amenazan, se lastiman un poquito, se ríen, estúpida, estúpida, estúpidamente. Sus risitas: pequeñas navajas de afeitar surcando el aire de la sala.

Estructura dantesca: esto es un círculo o circuito de perversiones mutantes, siempre renovadas.

Si no es un infierno es, por lo menos, un purgatorio.(*)


***


Atrás, al fondo, detrás de la puerta, el Sol los ve de lejos, mira la tele, toma cerveza y eructa. Es un sol frío, intoxicado. Testigo y voyeur. Impotente en su dominio.

Por los bordes del espacio se abren pasillos oscuros o túneles. Algunos teletubos desaparecen por ellos y reaparecen inesperadamente, corriendo, saltando, rodando o deslizándose. Algo los chupa hacia un afuera incógnito y los escupe de nuevo al living, trazando órbitas rítmicas que marcan el pulso de una respiración voraz, oculta en las sombras, avivando con su soplo el fuego fatuo de esta fiesta de la insignificancia.


¿Quién sopla?


***


Acá no se cuenta nada. Acá suceden cosas, algunas cosas. Cosas insignificantes suceden. Y suceden y se suceden, sin regla ni descanso.

Y la in-significancia de cada una viene a resonar con la de las anteriores y las que vendrán. Nos estamos hundiendo. Y el comportamiento hipostasiado de los teletubos, en su absoluta indolencia y arbitrariedad, nos expone frente a un espejo intolerable o, como mínimo, incómodo:

esto no es una representación. Esto está pasando, y no sólo de ese lado del escenario.

Nos hundimos

Nos hundimos

Nos hundimos

Los teletubos no nos bajan línea alguna: directamente nos enchastran con el goce de la autoaniquilación. Y nos guiñan un ojo: ¿acaso no reconocemos este olor? ¿Acaso no está siempre flotando, destilado en el aire, allí donde vamos? En la casa, en el trabajo, en el supermercado, en la universidad, en el cine, en la plaza, en los templos, en las cervecerías… (**)


***


Oíd mortales el grito alienado

¡libertad, libertad, libertad!


***


Somos sustrato de una máquina extractivista que ordeña nuestra estupidez para procesarla y vendérnosla de vuelta en forma de chupetines narcóticos.


***


De este circuito de violencia pringosa emergen, periódicamente, como excrecencias o verrugas, como restos inasimilables, discursos:

toda la potencia crítica de los sujetos teletubizados, filtrada y desechada por la máquina, es expulsada cada tanto en exabruptos líricos de fulminante lucidez, que nombran la muerte que nos damos para luego disolverse en el aire como un gas digestivo; y las voces, momentáneamente articuladas, humanizadas, son entonces reabsorbidas en su materialidad sonora por el flujo de insignificancia.

Esos discursos son también como flores de pantano, grotescas y hermosas, gestadas en el miasma caníbal, en el malestar brutal de la cultura, y desplegadas frente a nuestros sentidos como un grito de guerra ahogado, fugaz. Fallido.


***


El Sol irrumpe para iluminar con luz turbia, envejecida: se canta, se baila, se juega, al borde siempre de la descomposición. ¿Bailan para él? No parece importarle. ¿Manda sobre ellos? No parecen reconocerlo. Se tratan con indolente familiaridad.

El Sol viene a recordar que las clases y jerarquías existen, todavía y siempre. Pero son cada vez más decorativas. Conservando por supuesto sus privilegios, no están eximidas, no obstante, del proceso de pauperización emocional, intelectual y espiritual al que la máquina que todos juntos han engendrado somete por igual: el Sol rebota inerme contra sus funciones y magisterios, borracho y procaz, excitado y deprimido, ofreciendo sin notarlo un centro de gravedad, si bien endeble, alrededor del cual los teletubos trazan las órbitas aberrantes que hacen funcionar chirriando a la máquina que los consume. El Sol cumple así, también, su función para la máquina, inconsciente y anegado.


***


Hay un grito final que tiene otro carácter: nos habla, directamente, para decirnos, pateando la escena y mirándonos:


TODO ESTO ES MENTIRA


y cuando tememos por estar una vez más frente al aburrido discurso metateatral que va a preguntarse y preguntarnos para qué sirve el teatro y para qué estamos ahí (pregunta absurda y onanista), nos dice en cambio:


AFUERA ESTÁN PASANDO COSAS

¿QUÉ HACEMOS CON ESO?


Poniéndonos entonces en pie de igualdad frente a una pregunta verdaderamente productiva y, fundamentalmente, frente a una responsabilidad que sentimos íntegramente activa en nuestro cuerpo movilizado, descompuesto, súbitamente rebelde en su voluntad de vivir, de superar la enfermedad, el malestar, luego de haber atravesado con ellos este infierno o purgatorio de la insignificancia que está, lo sabemos, verdaderamente ahí, afuera, en la vereda, esperándonos…

y entonces… ¿qué hacemos?

Se instala en nuestro cuerpo la pregunta con una contundencia vital.


***


Posdata inusual: Estepa, el nombre de la obra, difiere en sólo dos letras de Esteban, el nombre de su autor. La resonancia es insoslayable. La estepa es “un paisaje árido y extremo, con escasa presencia de materia orgánica”. Es el paisaje severo que no dista del desierto, donde la vida se extingue. Hay un paisaje interior que se vislumbra, entre tanta imagen falsa. El autor lo lleva en su propio nombre. Todavía no es el desierto.

Todavía no.

Todavía.



















(*) Tal vez es el lugar al que vienen a parar los cenobitas de Hellraiser cuando Leviathan los descarta.


(**) En medio de esta atmósfera enrarecida circula también un plano sonoro extra-diegético cuya delicada composición (que integra elementos musicales, sonoro-experimentales, referencias pop de toda índole) e imbricación escénica tienen un efecto preciso y elocuente: transmitirnos todo el tiempo, en la reverberancia aurática de sus desplazamientos y silencios, la presencia fantasmática de un afuera caprichoso, multiforme y viral que ha de ser eco a gran escala de los devenires infinitos y letales de la insignificancia: un mundo del cual el recinto en que nos encontramos no es más que un sótano subalterno.

sábado, 16 de marzo de 2024

Algunas impresiones sobre ‘Imprenteros’ de Lorena Vega

Lorena Vega presenta en ‘Imprenteros’ la historia de su núcleo familiar como la historia de un destierro y de un exilio forzado: la expulsión de la imprenta familiar acometida por sus medio-hermanos por vía de un súbito cambio de cerradura, luego de la muerte de su padre común.
Digo
presenta en el sentido más específico del término: Vega está allí, sobre el escenario, narrándonos en primera persona su historia, acompañada de un operador técnico para las proyecciones de imágenes y sonidos, unos colegas actores y actrices para la representación de algunas de las escenas narradas, y la presencia de dos sus dos hermanos (uno en vivo y otro filmado) para componer con el testimonio de sus palabras y sus gestos una reconstrucción cruzada y compleja de la historia presentada.

Las impresiones:

1) la obra es
sustancialmente política en sus temas: la traición del padre, la traición de los medio-hermanos (que el padre tuvo con su segunda esposa), la madre protectora y orquestadora, los derechos de filiación, el destierro y el destino de exiliados de un espacio que es a la vez hogar (tierra natal, espacio de la infancia), taller de trabajo (sede de los medios de producción para el sustento familiar) y espacio de realización subjetiva-creativa (tradición artesanal del oficio): tópicos que modelan la infra-estructura psíquica y material de la historia humana del poder y su organización, en cualquier recorte que de esa historia se haga. Por lo demás las cenizas del padre están guardadas (capturadas) en la imprenta a la que ya no pueden entrar: la voluntad del padre de esparcir sus cenizas en el mar queda incumplida e incumplible.

Cada una de estas imágenes es un emblema que se carga de resonancias trágicas helénicas e isabelinas, no de manera evidente sino oblicua, latente, operando sin que lo notemos sobre nuestros arquetipos.
Así, por vía de una historia personal, familiar, la obra realiza una acumulación sensible de materiales específicos que sensibilizan políticamente el campo semántico de acción escénica.

(Nota aparte: se verifican en el relato los tres tipos de exilio que distingue Juan José Saer en una entrevista (Ensayos – Borradores inéditos Vol.4) : el exilio político (expulsión de la imprenta); el exilio estructural (reemplazo de los procesos artesanales por procesos industriales seriados; endeudamiento y alienación corporativa); y el exilio metafísico (imposibilidad de salvar al padre de su destino de pura materialidad, representada por el fracaso de transmutar sus cenizas en mar, devolver al padre al océano, símbolo del Ser)).

2) la obra nos comunica, sin explicaciones ni voluntarismo didáctico, sino con la eficacia in-mediata del rito compartido, el carácter humanizante del trabajo artesanal (cuando no ha sido alienado todavía por la cadena de montaje y conserva su agencia creativa): en la repetición constante, diaria, de unos gestos productivos, y en su infinita variación y modulación, en ese saber-hacer integrador, en esa inteligencia somática desplegada, que requiere, estimula y potencia las capacidades físicas, sensibles, intelectuales, imaginarias y afectivas, el trabajo teje y arraiga la historia del sujeto, y la acción laboriosa se constituye así en un espacio propio, cualificado, significante: espacio vital en el que transcurre una danza secreta, incesante, de gestos renovados en cada repetición por las vicisitudes de la vida y del deseo, por sus transformaciones. Acción laboriosa, artesanal, creativa, que se constituye, también, por qué no, en una de las formas del amor, y en un hogar.

3) la obra tiene una eficacia política específica por el lugar en el que se ubica en relación a su público y, de manera concomitante, por el lugar en el que nos ubica: la obra deja ver sus mecanismos de construcción (simples, minimalistas, económicos) sin subrayarlos, sin hacer de ese des-velamiento un gesto autorreferencial ni un falso guiño intelectual: se muestra en el acto de hacerse con la simpleza de quien nos hace pasar a su cocina y nos cuenta sus cosas mientras nos prepara un té y se hace preguntas que deja abiertas en el aire, entre la escena y la audiencia, entre la obra y sus invitados.

Nos sentimos recibidos en una genuina intimidad: intimidad de la historia que se nos cuenta, sí, y también en la intimidad de un modo de contar que nos
hace parte, de un hacer escénico que nos da lugar, el lugar activo y preeminente de quien escucha: en nuestra recepción y escucha, la del público presente, se multiplican las resonancias imaginarias, afectivas, históricas y sociales que transforman la historia personal de Lorena Vega y su familia en una historia colectiva, en un cuento de la tribu, y que hacen de su presentación ante la asamblea del público un acontecimiento político, un rito regenerativo de los lazos sociales que nos unen como argentinos.