Estepa – por Esteban Pucheta
escribe Juan Baio
Todo confluye para lograrlo: el espacio de alcurnia señorial que alguna vez fue una casa de familia bien (en esa edad de oro o ille témpore de la Argentina estanciera y oligárquica con la que sueñan y tienen sus poluciones nocturnas la casta cripto-neo-financiera-liberal), luego un petit hotel y actualmente el teatro Silencio de Negras, en el corazón de Montserrat… por un lado.
Por el otro el modo en que ese espacio (living elegante y sobrio, dividido en dos ámbitos por una puerta ventana) es intervenido por la parafernalia más zafia y decadente: prodigalidad de artículos de cotillón baratos y deslucidos, globos, carteles y guirnaldas de colores chillones revestidos por una pátina de roña, electrodomésticos, utensilios e implementos de oficina en estado calamitoso de decadencia y destrucción. Todo el melánge al borde de ser un basural en pleno derecho pero sosteniéndose de un hilo unos pasos antes de llegar a serlo.
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La casa (la alcurnia) está okupada: eso nos dice el espacio. Y a poco de decirnos eso salen ellos y efectivamente lo ocupan: seres homogéneos, tendiendo a lo informe, estandarizados hacia abajo: teletubbies de pesadilla, de mal viaje, de fuga psicótica.
¿Y qué hacen?
En este punto y frente a esta pregunta es donde la posibilidad y el sentido de avanzar con una descripción comienzan a agotarse. Es necesario modular la estrategia para decir algo acerca de ‘Estepa’ que movilice su necesariedad.
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Estoy convidado a un festejo. Los teletubos festejan, cantan y juegan con ferocidad, con saña inmotivada se hacen bullying, se amenazan, se lastiman un poquito, se ríen, estúpida, estúpida, estúpidamente. Sus risitas: pequeñas navajas de afeitar surcando el aire de la sala.
Estructura dantesca: esto es un círculo o circuito de perversiones mutantes, siempre renovadas.
Si no es un infierno es, por lo menos, un purgatorio.(*)
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Atrás, al fondo, detrás de la puerta, el Sol los ve de lejos, mira la tele, toma cerveza y eructa. Es un sol frío, intoxicado. Testigo y voyeur. Impotente en su dominio.
Por los bordes del espacio se abren pasillos oscuros o túneles. Algunos teletubos desaparecen por ellos y reaparecen inesperadamente, corriendo, saltando, rodando o deslizándose. Algo los chupa hacia un afuera incógnito y los escupe de nuevo al living, trazando órbitas rítmicas que marcan el pulso de una respiración voraz, oculta en las sombras, avivando con su soplo el fuego fatuo de esta fiesta de la insignificancia.
¿Quién sopla?
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Acá no se cuenta nada. Acá suceden cosas, algunas cosas. Cosas insignificantes suceden. Y suceden y se suceden, sin regla ni descanso.
Y la in-significancia de cada una viene a resonar con la de las anteriores y las que vendrán. Nos estamos hundiendo. Y el comportamiento hipostasiado de los teletubos, en su absoluta indolencia y arbitrariedad, nos expone frente a un espejo intolerable o, como mínimo, incómodo:
esto no es una representación. Esto está pasando, y no sólo de ese lado del escenario.
Nos hundimos
Nos hundimos
Nos hundimos
Los teletubos no nos bajan línea alguna: directamente nos enchastran con el goce de la autoaniquilación. Y nos guiñan un ojo: ¿acaso no reconocemos este olor? ¿Acaso no está siempre flotando, destilado en el aire, allí donde vamos? En la casa, en el trabajo, en el supermercado, en la universidad, en el cine, en la plaza, en los templos, en las cervecerías… (**)
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Oíd mortales el grito alienado
¡libertad, libertad, libertad!
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Somos sustrato de una máquina extractivista que ordeña nuestra estupidez para procesarla y vendérnosla de vuelta en forma de chupetines narcóticos.
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De este circuito de violencia pringosa emergen, periódicamente, como excrecencias o verrugas, como restos inasimilables, discursos:
toda la potencia crítica de los sujetos teletubizados, filtrada y desechada por la máquina, es expulsada cada tanto en exabruptos líricos de fulminante lucidez, que nombran la muerte que nos damos para luego disolverse en el aire como un gas digestivo; y las voces, momentáneamente articuladas, humanizadas, son entonces reabsorbidas en su materialidad sonora por el flujo de insignificancia.
Esos discursos son también como flores de pantano, grotescas y hermosas, gestadas en el miasma caníbal, en el malestar brutal de la cultura, y desplegadas frente a nuestros sentidos como un grito de guerra ahogado, fugaz. Fallido.
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El Sol irrumpe para iluminar con luz turbia, envejecida: se canta, se baila, se juega, al borde siempre de la descomposición. ¿Bailan para él? No parece importarle. ¿Manda sobre ellos? No parecen reconocerlo. Se tratan con indolente familiaridad.
El Sol viene a recordar que las clases y jerarquías existen, todavía y siempre. Pero son cada vez más decorativas. Conservando por supuesto sus privilegios, no están eximidas, no obstante, del proceso de pauperización emocional, intelectual y espiritual al que la máquina que todos juntos han engendrado somete por igual: el Sol rebota inerme contra sus funciones y magisterios, borracho y procaz, excitado y deprimido, ofreciendo sin notarlo un centro de gravedad, si bien endeble, alrededor del cual los teletubos trazan las órbitas aberrantes que hacen funcionar chirriando a la máquina que los consume. El Sol cumple así, también, su función para la máquina, inconsciente y anegado.
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Hay un grito final que tiene otro carácter: nos habla, directamente, para decirnos, pateando la escena y mirándonos:
TODO ESTO ES MENTIRA
… y cuando tememos por estar una vez más frente al aburrido discurso metateatral que va a preguntarse y preguntarnos para qué sirve el teatro y para qué estamos ahí (pregunta absurda y onanista), nos dice en cambio:
AFUERA ESTÁN PASANDO COSAS
¿QUÉ HACEMOS CON ESO?
Poniéndonos entonces en pie de igualdad frente a una pregunta verdaderamente productiva y, fundamentalmente, frente a una responsabilidad que sentimos íntegramente activa en nuestro cuerpo movilizado, descompuesto, súbitamente rebelde en su voluntad de vivir, de superar la enfermedad, el malestar, luego de haber atravesado con ellos este infierno o purgatorio de la insignificancia que está, lo sabemos, verdaderamente ahí, afuera, en la vereda, esperándonos…
y entonces… ¿qué hacemos?
Se instala en nuestro cuerpo la pregunta con una contundencia vital.
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Posdata inusual: Estepa, el nombre de la obra, difiere en sólo dos letras de Esteban, el nombre de su autor. La resonancia es insoslayable. La estepa es “un paisaje árido y extremo, con escasa presencia de materia orgánica”. Es el paisaje severo que no dista del desierto, donde la vida se extingue. Hay un paisaje interior que se vislumbra, entre tanta imagen falsa. El autor lo lleva en su propio nombre. Todavía no es el desierto.
Todavía no.
Todavía.
(*) Tal vez es el lugar al que vienen a parar los cenobitas de Hellraiser cuando Leviathan los descarta.
(**) En medio de esta atmósfera enrarecida circula también un plano sonoro extra-diegético cuya delicada composición (que integra elementos musicales, sonoro-experimentales, referencias pop de toda índole) e imbricación escénica tienen un efecto preciso y elocuente: transmitirnos todo el tiempo, en la reverberancia aurática de sus desplazamientos y silencios, la presencia fantasmática de un afuera caprichoso, multiforme y viral que ha de ser eco a gran escala de los devenires infinitos y letales de la insignificancia: un mundo del cual el recinto en que nos encontramos no es más que un sótano subalterno.